Este mes no suele estar asociado al blanco en Extremadura. Un invierno sano carga de agua nuestros ríos, regatos, arroyos, acequias, embalses y cascadas. Y el agua es vida, así lo refleja el campo, que, a diferencia de en otras latitudes, en nuestra tierra se llena de verde. Las dehesas se cubren de hierbas nuevas tras las sequedades del verano, los corchos del alcornoque están mullidos de musgo, los líquenes adornan las encinas y las huertas ofrecen sus nutritivos manjares de invierno.
Los olivos ya no tienen acituna y la poa ha acabado en la viña, que es difícil de roá por los barros rojos que se han formado.
En las cumbres del norte sí que asoma el blanco, señal inequívoca de que es época de reposo.
Y es que el invierno en Extremadura huele a eso, a descanso, a humo y frío, a brasero, a matalaúva, a migas, pimentón y ajo.
Hoy vivimos ajenos al miedo, al frío, a la noche, a la crudeza del invierno y los males que puede traer, hablamos de enfermedades, presencias, espantos, y en definitiva de la muerte. El solsticio queda algo lejos y los días comienzan a alargarse, pero es justo ahora cuando más aprieta el frío.
Antaño, el miedo asociado a esta oscuridad daba lugar a la necesidad de invocar lo contrario: había que despertar al sol que, aún sin fuerza, seguía dormido abajo en el horizonte.
Había que incentivar la salud, la fertilidad del campo y buscar presagios de la promesa de una nueva primavera llena de abundancia y vida.
Es aquí donde encontramos otra reliquia extremeña. Pues a pesar de que la vida rural ya no se rija por los ritmos y ciclos naturales, aún mantenemos vestigios de ritos arcaicos que tratan de despertar a la tierra de su letargo y espantar al crudo invierno.
Cencerros, nabos, romero, pólvora, tamboriles, gritos, aguardiente, rondas, salves y alborás.
Estos elementos resuenan en enero por pueblos, aldeas y alquerías a lo largo de toda la geografía extremeña, en celebraciones tan nuestras como Jarramplas, las Carantoñas, el Carnaval Hurdano o los veratos escobazos y el Peropalo.
De marcado carácter simbólico y pagano, estos ritos son verdaderos tesoros etnológicos que han sobrevivido gracias a la sincretización cristiana. Un tira y afloja constante entre la Iglesia, la celebración y los permisos relacionados con los santos a los que adoran, confirma las raíces populares y antiguas de los mismos.
Grotescas criaturas como el demoníaco y colorido Jarramplas o las ensangrentadas y peludas Carantoñas, así como algunos personajes del Entrueju Jurdanu como el Macho Lanú o el Cenizu, comparten características propias de las conocidas como mascaradas de invierno, un excepcional y valioso ejemplo de identidad cultural propio de muchos pueblos europeos y que ha sobrevivido en la península.
Algunas datan de tiempos prerromanos, y, tras la llegada de estos y de la religión cristiana, muchas desaparecieron, se teatralizaron o se reinterpretaron como burla al paganismo. Esto puede observarse en la figura del obispo jurdano, un personaje del carnaval que bendice a los buenos y condena a los malos y que acaba con la quema del morcillu, una especie de criatura mitad hombre, mitad cabra.
Otros elementos característicos y con cargado simbolismo podrían ser el romero, ligado a las Carantoñas y planta apotropaica por excelencia que protege del mal, o los nabos (y antiguamente otras verduras) que se lanzan a Jarramplas, que pudieran interpretarse como un intento de atraer la fertilidad a la gente y al campo.
En definitiva, a pesar de que nos acerquemos “a los 20 de enero, cuando más hiela”, les invito a ponerse el chambergo y salir a la calle, allí fuera hay cultura viva en riesgo de extinción. Cultura popular propia, en manos de nuestra gente que la conserva y le da significado cada año. Cultura que está en nuestras manos dignificar, proteger y, sobre todo, disfrutar.
Diego Durán Rosa.
Enero 2023.